
El hueco oscuro
El hueco oscuro
Se sentó al borde de la cama. Los moretones le cubrían las piernas mientras un hilo rojo descendía lento y pesado por sus muslos. El corte de la boca le ardía. Tragó saliva. Un gusto metálico le recorrió los dientes. Con las mangas del sweater rasgado y marrón, algún día nuevo y beige, se limpió los labios lentamente.
Quería levantarse pero el cuerpo le había quedado disociado y la idea de fuerza no le llegaba a los musculos. Se quedó allí con el pelo colgando a los costados, enredado y húmedo. La foto de ellos seguía en la mesita de luz. Giró la cabeza para verlos. Estaban ahí, sonriendo felices. El marco de madera oscura contrastaba con los colores brillantes de la memoria. La foto estaba cubierta de polvo y de mentiras.
Suspiró y probó de levantarse nuevamente. Pasó por la cuna. La pila de hijos muertos seguía allí, y ella sin poder mirarlos. Los pechos le colgaban secos de la leche que no les había podido dar. Se paró agarrándose del marco antes de pasarles por al lado. No se atrevió a mirarlos. La humedad le llenó los pulmones y siguió caminando.
Avanzó por las maderas teñidas de humedad. El camisón largo y blanco, colgaba gris de sus huesos y moretoneado de sangre vieja. Se sentó en una de las sillas para recobrar fuerzas. Con movimientos lentos y pesados recorrió lo que quedaba: la puerta seguía cerrada, los restos rotos de los platos yacían en el piso inertes, la escoba cansada de barrer excusas, el niño sin nombre seguía comiendo tierra y cucarachas en el rincón y la ventana con el vidrio agrietado dejaba pasar una brisa lenta.
Las cucarachas crujían entre los dientes del niño, y hacían eco en el vacío de la habitación. Se miraron. Sus grandes ojos achicándose cada vez que mordía, la observaban. Una línea de moco seco se le mezclaba con las lágrimas que le habían recorrido los cachetes. Mientras el pelo cobrizo de estar al sol, lleno de polvo, le crecía largo y enredado.
Argentina se ató el pelo con una gomita elástica que vió sobre la mesa, al lado del cigarrillo a medio fumar. El llanto de un bebé se oía llorar de fondo, y ella sin fuerzas de ser madre, lo dejaba morir. El nene la miraba con ojos abiertos, sentado en el rincón en el piso.
Se levantó y puso el agua a calentar. El niño la observaba en silencio, y ella lo sabía. Se aguantaba las ganas de llorar, y de morir. Se quedó ahí en pausa y silencio. Veinte minutos, mientras el eco del himno de la vida que se había imaginado resonaba distante. El agua hervía, se evaporaba y la pava gritaba lo que ella no podía.
El niño seguía observándola sentado en la tierra oscura del piso y del lugar. Mientras su madre desganada preparaba la yerba, se acercó a la mesa y tomó la colilla del cigarrillo. Con la hornalla, la prendió. El humo subía lento hasta la cara de su madre, y quedaba flotando en el aire pesado.
Se sentaron en la mesa. El niño ya adolescente, seguía fumando. Las manos marcadas de trabajo y de golpes. El envoltorio de los caramelos también estaban sobre la mesa. Ahi estaban desde que su papá había venido la última vez con una bolsita de caramelos, en vez de comida.
-Mamá..
Argentina no le respondió. Hacia muchos años ya no podía. Estaba con la mirada perdida en dirección a la ventana. Una nube de humo se veía a la distancia. Los perros hechos cuero y hueso ladraban a la camioneta. Un hombre de traje bajó. Argentina lo seguía con los ojos. El hombre acarició a los perros que se acercaban a olfatearlo y se quedó mirándola de lejos.
-¡Argentina!
El grito se oía distante. Argentina y su hijo se acercaron a la ventana.
-¡Argentina!
El hombre comenzó a caminar hacia la puerta. Lo vió acercarse y el corazón le latía. No sabía si de miedo o si de entusiasmo. Hacía tiempo solo conocía el miedo y había olvidado las otras emociones.
El hombre se acercó y la miró a través del vidrio. Sus ojos se llenaron de tristeza de verla destrozada, con la ropa rasgada y sucia. Se acercó hacia la puerta y gentilmente abrió con el picaporte la puerta que no estaba cerrada.
Una brisa entró acariciándole la piel seca y revolviéndo el humo del cigarrillo.
-Argentina… Te voy a sacar de acá.
Ella lo miró con ojos grandes llenos de miedo y dolor. Otra cosa ya no se animaba a sentir. El le estiró la mano con la palma hacia arriba, en invitación a que saliera. Ella dió un pasó hacia atrás. Tenía el reflejo atento a evitar cualquier golpe. A el la ternura y compasión le iundaron los ojos al verla reaccionar.
-Argentina…- le susurró- Ya no podés estar así. ¿Cuántos hijos perdiste ya? ¿Qué vas a ofrecerle al único hijo que te queda? Puedo sacarte de esta cueva de polvo, y darte el amor que te mereces. Podemos reverdecer este campo seco y curarte las heridas. Pero no voy a obligarte. Necesito que confíes, que me des la mano y juntos salgamos. No podés seguir esperándolo, no va a cambiar. Vos tenés que cambiar. Quiero amarte, pero necesito que me elijas libremente.
El hijo lo miraba ya con el cigarrillo apagado y los ojos encendidos y abiertos.
-Quiero ir- dijo el hijo dejando el cigarrillo.
-No puedo sacarte si ella no viene conmigo.
-Mamá…
Argentina estaba muda. La brisa y el calor del sol la desorbitaban de la oscuridad y frío que conocía. Hacía tiempo nadie hablaba en su casa, y la voz del hombre la ensordecía y asustaba.
A lo lejos, un nubarrón indicaba que volvía su esposo. Ese que venía solo cuando la necesitaba. Cuando necesitaba robarle. Robarle la vida, las ganas, una foto para sus padres, y para traerle una bolsita de caramelos para ese hijo. Para que no pueda crecer, para que no pueda pensar, y sobre todo para que no tenga fuerzas para creer. Caramelos con estupefacientes y arsénico, y algún resto de poxirrán. Los mismos con los que había desnutrido y matado a sus otros hijos, esos que no se habían animado a escapar.
Se escuchó el ruido del motor estacionando y la puerta cerrándose.
-Argentina… Es ahora.
-Mamá…