Cartas que no llegan.
En medio de ese lunes cualquiera, el mensaje de Pedro, mi portero anterior, llegó a mitad del café de la mañana.
“Te llegó una carta, dejaron un aviso de visita.”
No había razón específica ni indicio de lo que podía hacer. No había hecho compras, no esperaba ninguna respuesta y, siendo el domicilio anterior desde hace dos años, cualquier posibilidad se desdibujaba en un signo de pregunta. Un nudo de ansia me subió por la garganta. Lo leí sentada en la silla que recordaba al juicio de Kafka, oprimida por la represalia de algún crimen que ignoraba haber cometido. Fueron dos cuadras eternas hasta conseguir el papel que confirmaba la visita. Un menú de opciones y la palabra carta certificaba marcada en azul, confirmaban no era una carta documento. Las ideas Kafkianas se esfumaron, pero la incógnita seguía rondando.
Eran diez cuadras hasta el correo y dos horas que todavía faltaban para que abriera la sucursal. Sentada en el escritorio, esperaba mientras se me atolondra las posibilidades. Repasé las veces que había mandado o recibido cartas, quién podría tener mi dirección y por qué no me habrían mandado un email. Analicé situaciones en la que una carta era el único medio de comunicación o el predilecto. Habían sido pocas las veces en mi vida en las que había recibido una carta de individuos por correo: tres de hecho. Dos en distintos momentos aislados, cartas de amor y una en respuesta a una carta y un dibujo que había enviado en agradecimiento a una familia que me había alojado en un viaje de chica. Hacía poco una amiga me había comentado, tenía una persona con las que se escribía cartas, y le había mencionado que me encantaría también hacerlo. Pensé quizás era ella, o personas que vivían lejos, pensé en mis padres, quizás queriendo hacer una sorpresa desde lejos, en amigas a distancia. Repasé todos mis vínculos pensando si quizás alguno había elegido ese medio. Pero no lograba responderme el porqué elegirían una carta.
Esperé impaciente, con ansias y un nerviosismo entusiasta que acompañaba cada paso. Todo para llegar al correo y que mi sonrisa se desdibujara al ver el sobre típico de banco. Con la ventanita de plástico transparente y la rigidez que caracterizan a los envíos de las tarjetas.
Tomé el sobre con la desilusión de saber que las únicas cartas que recibo son de bancos, facturas o expensas y que para mi generación el correo postal no significa más que la inserción en el mundo adulto. Sin amor, declaraciones, noticias lejanas. Que la inmediatez y lo digital aplastaron a la humanidad de lo analógico con un emoji.
Me gustaría empezar a recibir cartas. Espaciar los mensajes. Volver a merecer el tiempo de una espera. Poder elaborar una respuesta sin que la ansiedad de la doble tilde azul me raspe la nuca. Me gustaría volvamos a la paz de la pausa, de la posibilidad, la intriga: que un sobre pueda contener noticias alegres, un gesto a la distancia, una nueva perspectiva. Que resucite la humanidad en papel. Que pasar por el correo sea una oportunidad, y no una ventana al pasado. Que una carta pueda contener un cuadro pintado en tinta caligrafiada, de un momento. Una sensación. Nos obligaría a pensar en el cuadro completo, en contextualizar las cosas. Para no correr el riesgo de escribir sobre algo tan insignificante o impulsivo, que cuando la respuesta llegue semanas más tarde, ya no tenga relevancia. Buscar lo perpetuo, el momento, la esencia del presente que vivimos.
Y si no es así —si no llega— al menos que el deseo de carta siga latiendo. Que no se vuelva algoritmo, ni reel, ni notificación. Que quede ahí, callado, como una correspondencia que nunca llegó, pero sigue siendo nuestra.